No querer hablar es coser silenciosamente un tramado invisible que penetre ambos labios en un zig zag inquebrantable e infinito. Es subordinarse al hablar de otro que pretende ser escuchado hasta que la última gota de su cuerpo se desintegre. Es no poder vislumbrar un minúsculo vocablo en la bifurcación entre la mudez y el no saber qué decir. Es ignorar la acumulación inmaculada de palabras que se nacen y suicidan una tras otra sin ver la luz, sin estallar en cada sílaba pronunciada. No querer hablar es terreno infértil. Es inquietud ignorada, es verborragia muerta. Es piel arrancada, es fluir del inconciente más conciente, es saber con certeza el riesgo que se corre y preferir la quietud. No querer hablar es asumir una derrota con el cuerpo, con las cuerdas vocales, con el motor de la existencia.
No querer hablar es ambición y escasez. Es romper algo antes de poder nombrarlo.