
Estaba cansada de ese apretujón en el estómago cada vez que intentaba respirar. Estaba cansada de mirar al sol con gesto inocente esperando que algo cayera desprevenido en mi cuero cabelludo. No podía seguir con ese nudo estrujándome la garganta cada vez que intentaba formular palabra, sonido, suspiro.
Me trastornaba el solo hecho de pensar en el malestar creciente, en la náusea, me ahogaba. Me enredaba en mi propio nudo de nervios albergado en la desesperación, en la tráquea, en el flujo sanguíneo.
Lo único que rogaba al cielo era la bifurcación de mis angustias, algo que abriese un espacio intermedio que dejara atravesar el oxígeno, mi voz quebrada. Sólo esperaba algún impacto furioso, un resoplido animal, algo que desintegrara la solidificación que desacansaba inerte en mi más hondo recoveco.
Además sentía la sangre fluir desesperada, como huyendo de un batallón de animales desaforados, o de algún huracán irreversible. Y yo realmente quería parar. Terminar de una vez con todo el proceso descontrolado de fragilidad e incertidumbre. Pero no podía. No podía siquiera respirar, no podía. No pude. No puedo.
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